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Filocap 2008/09

LA REALIDAD Y EL DESEO EN LA SOCIEDAD ACTUAL

LA REALIDAD Y EL DESEO EN LA SOCIEDAD ACTUAL

 

1. Una característica distintiva del hombre de hoy es su aversión a cualquier tipo de incomodidad, dureza o sufrimiento. Hemos pasado, en no mucho tiempo, de resignarnos por habitar en un valle de lágrimas a aspirar al reino de la levedad blanda y suave. Un fenómeno directamente derivado del anterior es la deserción de cualquier responsabilidad individual ante los propios actos. Se reclaman todos los beneficios de la libertad pero sin asumir ninguno de sus inconvenientes. De ahí la enorme popularidad que goza en nuestras sociedades la creencia en lo fatal, el estar irremediablemente determinados por los astros, los genes, los traumas infantiles o la televisión.

2. Este modelo de felicidad fofa y ligera del hombre contemporáneo percute enérgicamente en la tarea de educar. Como los atributos deseables a los que aspira pertenecen típicamente a la edad infantil (irresponsabilidad, demanda de cuidados, omnipresencia del deseo...), parece inevitable que acabe afectando al estatus del propio niño. Éste queda promocionado a una adultez artificial, al considerarse que su edad encierra un tesoro de espontaneidad creativa y sabiduría esencial. ¡Tenemos tanto que aprender de ellos! El adulto sólo debe estar alerta para garantizar que esta naturaleza bondadosa crezca de acuerdo con su propia idiosincrasia (no hay que corregir faltas de ortografía o ataques de furia porque reflejan un medio de expresión peculiar). No es extraño que el ministro José Antonio Maravall celebrara el inicio de la educación moderna en España con un “se acabaron los deberes”. De hecho se considera que el juego es la forma de aprender del niño, por tanto todo contenido didáctico debe ser presentado de manera lúdica y alegre. Por el contrario, la educación tradicional, con su aburrida disciplina, con sus rutinas mediocres y opresivas, malogra y mutila la dimensión creativa del niño. En definitiva, se concede al mundo infantil un carácter absoluto, regido por leyes propias. De ahí lo deseable de emancipar al niño de todo yugo de autoridad, como minoría oprimida que es.

Estas ideas no resisten un análisis sereno, pero son las que han resultado triunfantes. La creencia en la personalidad como una posesión con la que se nace, y no fruto del esfuerzo y el aprendizaje, evoca en cierta manera la cruel estupidez del emperador Federico II, el cual aisló a un grupo de recién nacidos de todo contacto humano (sólo se atendían sus necesidades físicas) con objeto de saber en qué lengua se arrancarían a hablar por sí mismos. Todos murieron, pedagógicamente. En general, reconocer plena autonomía al mundo infantil, lejos de resultar una acción liberadora, termina condenando al niño a una situación desesperada. Como observó Hannah Arendt, “al emanciparse de la autoridad de los adultos, el niño no se liberó sino que quedó sujeto a una autoridad mucho más aterradora y tiránica: la de la mayoría”.

Pero lo que nos interesa ahora destacar es que estas ideas no surgen de la defensa del derecho de los niños, sino de la defensa del derecho a la niñez de los adultos. Tanta devoción por el niño no esconde en realidad más que el deseo de no hacerse cargo de ellos. Los hacemos iguales a nosotros para hacernos nosotros iguales a ellos, y disfrutar así sin remordimientos de la inmadurez. De ahí la satisfacción unánime que produce verlos imitar las monerías de los mayores (como en el programa “Lluvia de estrellas”, sólo un punto por debajo de la corrupción de menores). No deberíamos extrañarnos del altísimo índice de precocidad sexual o de que la anorexia empiece ya a hacer estragos a partir de los siete años. De manera paralela proliferan los programas en que los adultos se refocilan y emporcan con cháchara del tipo “caca-culo-teta-pedo-pis”. El verdadero icono de nuestra época es Michael Jackson, empeñado en dejarse la piel por tener una apariencia juvenil (además de blanca). Algo así como un remedo pueril y banal de Dorian Gray, bautizado en el templo de la ñoñería cursi y la sentimentalidad amilbarada: Disneylandia.

3. La inhibición del adulto en la tarea de administrar la frustración del niño trae como consecuencia que éste quede abandonado a sí mismo -cuando todavía no ha podido construir un “sí mismo”. Fue el psicólogo Vigotsky el que mostró cómo, a partir de los cuatro años, el niño, al obedecer, va internalizando la voz de sus padres y aprende a darse órdenes a sí mismo, o sea, se convierte en emisor y receptor de mandatos. La propia etimología de la palabra “obedecer” lo expresa de una manera elegante: proviene del vocablo latino ob-audire, que significa “atender a lo oído”. Esta es la base del aprendizaje del autocontrol, sin el cual ningún proyecto de buena vida es posible, pues ser siervo de los propios deseos es la peor de las esclavitudes: nos condena a una pasividad inapelable, no menos férrea por proceder lo que nos somete de nuestra propia estructura deseante y no del afuera.

Es bastante adecuada la imagen de la hiedra para representar el proceso de convertirse en persona: el crecimiento es posible a partir de un punto de apoyo firme que sirve al mismo tiempo de límite. Los jóvenes de hoy presentan la laxitud y la intermitencia de una hiedra colocada sobre un muro en ruinas. La menor brisa o su propia inercia los derriba. En efecto, los adultos no quieren servir de apoyo ni fijar límites para los menores, sino que más bien aspiran a ser colegas o amigos suyos;  reniegan así de la tarea propiamente educativa, eso que Fritz Perls llamó “frustrar con arte”, es decir, frustrar de tal modo que estimule el desarrollo del educando. Hoy día la palabra frustración está en el Index verborum prohibitorum; sin embargo, como dice el propio Perls: “Cada vez que el niño es mimado para evitarle una frustración, se le está condenando. Porque en vez de usar su potencialidad para crecer, la usa para controlar el mundo. En vez de movilizar sus propios recursos, crea dependencias”.

En este proceso juega un papel insustituible una palabra que también está denostada del panorama educativo: el miedo. No hay posibilidad de educación sin miedo. ¿Qué otro motivo puede haber para que el niño asuma tareas que no son inmediatamente gratificantes? En la actualidad no aceptamos que ese miedo sea al castigo físico o a la condenación en el infierno, pero el niño debe temer la pérdida del amor y el respeto de los padres (o más tarde, por poderes, del maestro). El problema radica precisamente en que el niño tiene garantizados el afecto y la aprobación haga lo que haga, y entonces no queda apenas margen para animarle a realizar tareas que no le agradan.

4. El hombre no sólo tiene lenguaje, sino que es lenguaje. Y la vida humana no es únicamente trato con cosas que son, sino con cosas que significan. La educación actual, sin embargo, destierra a los jóvenes al país de los lotófagos, al escamotearles el acceso a la memoria colectiva del pasado (en el pensamiento, el arte, la historia...); y ello afecta inevitablemente al instrumento mismo de aprendizaje: el subjuntivo se está perdiendo en nuestro idioma y el vocabulario está sometido a una jibarización galopante; y aquí conviene traer a colación las palabras de Thomas Szasz: “contemplo el proceso de pensar como una autoconversación. La conversación necesita de vocabulario. Cuanto menor es el desarrollo del vocabulario de una persona, menor capacidad de pensar con claridad tiene”. Los ponzoñosos dogmas pedagógicos al uso (el “aprender a aprender”, la preeminencia del entorno y de lo útil, el abandono de las humanidades, lo lúdico como eje de toda enseñanza...) pretenden encubrir la no entrega de la llave del jardín de los significados.

Si partimos de la idea de que educar es una lucha contra la inmediatez y la ignorancia (¿y de qué otro punto se podría partir?), entonces se ha de concluir que la educación moderna no es que sea defectuosa, es que no es educación en absoluto. Ahora bien, la tendencia descrita trasciende del ámbito educativo e impregna a toda la sociedad. Como resultado de ella aparece un ser humano débil, egocéntrico, adicto a la adicción, irresponsable y deshabitado de bienes simbólicos. Ante la magnitud del desastre y la persistencia en el error cabe preguntar, a la manera detectivesca, cui prodest? En primer lugar cabe advertir que el orden establecido alcanza un nivel extraordinario de estabilidad, no porque no haya violencia –que aumenta- sino porque no la hay contra el sistema; aunque, claro, se trata de la “paz de los cementerios”. La educación moderna no se preocupa por dominar el pensamiento o la lectura, sencillamente los vuelve superfluos. Un referente de este modelo lo encontramos en la contra-utopía de Aldous Huxley Un mundo feliz. En esta novela los gobernantes perfilan una abolición radical de la frustración: no debe haber ningún hiatus entre el deseo y la satisfacción, aquél debe realizarse de manera absoluta e inmediata. “Nunca dejéis para mañana el placer que podáis gozar hoy”. La alienación es más implacable en tanto que velada, y se ejecuta no a través de coacciones sino del no cultivo de la voluntad y de la inteligencia crítica, o sea, de lo que nos hace propiamente humanos.

Centrémosnos en los jóvenes como población socialmente conflictiva a la que no se ofrece expectativas dignas de trabajo o vivienda. Ya el Marqués de Sade aconsejaba a las autoridades no reprimir el libertinaje, porque las mentes ocupadas en él no piensan revoluciones. En esa misma línea deben entenderse declaraciones como la de Pablo Morterero, presidente del Consejo de la Juventud: “la movida es positiva, si no existiera habría que inventarla”. Por supuesto, qué haríamos si no con esas legiones de niños consentidos y caprichosos que hoy día salen del sistema educativo. Muchos privilegios espurios en la sociedad actual son incompatibles con una juventud que tuviera, por usar la expresión de Bruno Bettelheim, el “corazón bien informado”, o sea, la lucidez para comprender cuándo la rebelión es una necesidad moral. Qué fantástico dogal es ese embrutecimiento inducido que les lleva a confundir sensualidad con casquería, experiencia extática con vértigo, intensidad con aturdimiento, libertad con mearse en la calle... Es oportuno designar a este fenómeno “tolerancia represiva”, como represión que se oculta tras el rostro amable de la tolerancia.

Por otro lado, nuestras sociedades están construidas sobre esa versión capitalista del mito de Sísifo que es el incesante ciclo producción-consumo (y que tanto me recuerda a aquel borracho del chiste que explicaba que bebía para olvidar la vergüenza de su adicción a la bebida). El sistema funciona a lomos de dos compulsiones complementarias: la de producir y la de consumir. Nada más pertinente a tal fin que la “fabricación” de un individuo vicario con escaso nivel de lenguaje interior e incapaz de resistirse a la menor tentación: justo el bagaje (más bien la ausencia del mismo) idóneo para el consumo obsesivo y para su reverso obligado: la avidez de productividad que permite sufragar dicho consumo. Como la valía personal y el estatus social se miden en términos de capacidad adquisitiva, la cadena se cierra con una coherencia inexorable: el ciudadano queda reducido a mero consumidor, e inmola sus posibilidades de fundar una vida emancipada y creativa para que los engranajes del sistema no se detengan.

Carlos Rodríguez Estacio

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